El Resolvedor de Problemas: Arte y Ciencia en la Gobernanza
Por: Alexis Manuel Da Costa

En el entramado de toda administración —ya sea municipal, estatal o federal— existe una figura que es crucial para la estabilidad y el avance de la gestión pública: el bautizado “resolvedor de problemas”.
No se trata de una posición formal o de un cargo específico, sino de una responsabilidad que recae en aquel funcionario que, más allá de su área de expertise, posee una combinación única de habilidades en la resolución de conflictos, comunicación eficaz, liderazgo y que cuenta con la confianza del gobernante.
Este personaje tiene la misión de analizar situaciones, detectar el nudo crítico de los conflictos y proponer estrategias viables que eviten que el panorama político se fragmenté en intereses contrapuestos. Su liderazgo es el puente que une a los actores dispares, impidiendo que la “política del quedar bien” —aquella generada por diferentes actores que buscan ser bien vistos a ojos del gobernante— se convierta en obstáculo para la toma de decisiones eficientes.
Para entender la magnitud y trascendencia de este rol, basta con mirar algunos ejemplos históricos. En la Francia napoleónica, Joseph Fouche emergió como una figura clave en la resolución de conflictos internos. Su habilidad para anticiparse a traiciones, manejar intrigas y equilibrar intereses fue esencial para mantener la estabilidad en un periodo convulso. Fouche, con tácticas que a menudo rozaban la astucia política de alta mano, encarnó en su tiempo la figura del mediador que, aunque polémico, cumplía una función indispensable en la máquina del poder.
De manera similar, en la política internacional de Estados Unidos, Henry Kissinger se destacó durante la Guerra Fría como el arquitecto de la realpolitik. Su papel en la negociación y solución de conflictos, tanto en la esfera diplomática como en la de seguridad, lo consolidó como un referente al demostrar que, en tiempos de crisis, es imprescindible contar con una mente capaz de sintetizar información compleja y converger en propuestas que eviten el enfrentamiento directo de intereses opuestos. Kissinger, al igual que Fouche, supo ganarse la confianza de sus superiores y utilizar ese capital político para instaurar un clima de negociación y entendimiento, marcando un antes y un después en la historia de las relaciones internacionales.
Pero, ¿qué pasa si no existe el personaje?
La falta de una figura capaz de mediar y estructurar el camino a seguir puede desembocar en un escenario de descoordinación. En algunos episodios de la historia política mexicana se ha visto cómo la ausencia de un líder integrador ha permitido que varios actores, en su afán de “quedar bien”, impulsen soluciones desde ópticas divergentes. Esta fragmentación, lejos de resolver el conflicto, lo complica aún más, generando una especie de choque de voluntades que, en lugar de acortar la distancia, la ensancha. Todos tienen diferentes ópticas y todos piensan tener la razón; al final, el conflicto termina más trabado de lo que inició.
Es por eso la importancia del resolvedor de problemas, una figura fundamental en la construcción de una gobernanza ágil y coherente. No basta con contar con expertos en áreas técnicas; es imprescindible contar con quienes, desde una posición de neutralidad y liderazgo, sean capaces de articular soluciones y crear consensos.
A pesar de que este concepto suena a herramienta de gestión casi ideal, la realidad en muchos municipios es motivo de debate. Algunos gobiernos locales ya han comenzado a reconocer y adoptar, de manera informal, esta figura clave, permitiendo que la estrategia y la coordinación se fortalezcan en momentos críticos. Sin embargo, en otros lugares la tradición burocrática y la “política del quedar bien” aún predominan, dejando de lado la oportunidad de incorporar a un verdadero mediador que pueda transformar la administración desde adentro.
Esta polémica no solo se sitúa en la existencia misma del resolvedor, sino en la capacidad de los gobernantes para identificar y aprovechar este recurso humano. Hay autoridades que, inmersas en luchas internas o rodeadas de funcionarios aduladores, optan por fórmulas de conveniencia que generan fragmentación en vez de unidad. En ocasiones, la falta de visión de liderazgo impide incluso reconocer que contar con una mente integradora puede marcar la diferencia entre resolver un conflicto y prolongar una crisis.
La lucha interna de grupos y las disputas por el protagonismo son reflejo de una cultura política donde, en lugar de sumar esfuerzos para el bien común, se priorizan intereses individuales y la imagen personal. Este escenario es especialmente preocupante porque no solo retrasa la implementación de soluciones, sino que también debilita la confianza del ciudadano en la capacidad de su gobierno para actuar de manera decisiva y responsable.
A escasos seis meses del inicio de los gobiernos, habrá que estar atentos para notar si estas figuras emergen o no, y de hacerlo saber si estamos ante la figura del “resolvedor de problemas” o un espejismo de adulación. Al tiempo.